El amanecer en el poblado era un momento mágico. La luz rojiza y dorada del amanecer iluminaba las casas del pueblo y los campos que lo rodeaban. El sol aparecía por detrás de las montañas, llenando el cielo de colores brillantes. La brisa matinal traía consigo los cantos de los pájaros y el aroma de las flores silvestres, y las hojas de los árboles brillaban con los primeros rayos del sol. La bruma de la mañana se alzaba de la tierra y se deslizaba lentamente entre los árboles y los campos de trigo, creando un ambiente místico y encantador.
Aduatuca era un lugar cautivador. Muy cerca del mar, estaba ubicada en un prado verde, rodeada por un denso bosque de árboles frondosos a su vez atravesado por un no pequeño río de aguas frías, tranquilas y cristalinas. Las casas construidas de barro, piedra y madera tenían techos de paja y chimeneas que expulsaban el humo al aire fresco de la mañana, y se mezclaban con los campos verdes y los prados llenos de flores.
La gente estaba empezando a despertar, algunos se estiraban en la puerta de sus casas, otros ya iban al bosque a por alimentos frescos e incluso otros se dirigían al campo para trabajar. Se despertaban a su ritmo, saliendo de sus casas y preparando el desayuno. Los niños corrían por las calles, jugando y riendo.
En el centro de Aduatuca, en una plaza rodeada de árboles y flores, se encontraba el gran estrado donde Ambiórix daría su discurso. En aquellos instantes, la Galia parecía un lugar maravilloso, lleno de vida y color.